Lucas Demare

En mi infancia yo vi poco cine. No había tiempo. Tenía que trabajar. Las cosas no estaban dadas para que yo viera cine. En realidad, nunca pensé en el cine. Yo llegué al cine de casualidad Estaba en otra actividad: me fui a Europa a los 15 años. Volví a Buenos Aires en 1927.

En 1926 mi hermano Lucio se fue a París con mi padre trabajando en la orquesta de Canaro y como les iba muy bien nos mandaron a llamar a mi madre, a mi hermano menor y a mí. Yo pasé cinco meses en París; mucho no me interesaba porque no sabía qué podía hacer allí y traté de volver. Me dieron un pasaje y regresé.

Cuando volví, a los quince días me di cuenta de que había hecho un disparate. Porque una vez que vi a la barra de la esquina, a los muchachos que eran mis amigos en ese entonces, terminé por aburrirme. En esos años no se pensaba mucho en el cine. Teníamos otras veleidades.

Entonces comencé a cavilar qué podría hacer para volver a Europa, a París. Porque si pedía otro pasaje me dirían que estaba loco. Y como el tango en ese momento hacía furor en toda Europa y había problemas con las orquestas (si el contrabajista, el pianista, o el violinista no era argentino, se le ponía un traje de gaucho y adelante): no estaba quien tocara el bandoneón, un instrumento que a pesar de ser alemán, era desconocido. Se lo utilizaba para otras cosas: en las iglesias como una manera de suplir la falta de órgano o de armonio. Y entonces me dije:

“¡Esta es la mía!”. Me compré un bandoneón, estudié cinco meses con Maffia y me largué solo a la aventura, otra vez a París. Tuve la suerte de que me contratara Manuel Pizarro y comencé a trabajar en la capital de Francia.

En ese momento, mi hermano ya se había unido con Irusta y Fugazot pero en España, donde habían formado el célebre trío y tenían un éxito sensacional. Y a raíz de eso formaron una orquesta. Y en el año 1928 entré a trabajar con ellos. Tocábamos en Les Ambassadeurs, en París. Recuerdo perfectamente que la jazz era de Paul Whitman y tenía como pianista a George Gershwin (muchas veces Gershwin y mi hermano tocaban a cuatro manos La rapsodia in Blue).

Con el trío recorrí el mundo. Hice toda Europa, Centroamérica, parte de Sudamérica hasta que en el año 1933, estando en Barcelona donde ganábamos mucho dinero entramos por primera vez en un estudio cinematográfico. En Barcelona se filmaba la primera película sonora. Y yo entré por casualidad: había una escena en una boite donde tenía que tocar la orquesta y como yo formaba parte de ella, ingresé en una galería de cine. Y ahí descubrí el cine. Yo no tenía idea de cómo se lo hacía ni qué era el cine. Sabía sí, que el cine era un espectáculo pero no sabía cómo funcionaba hasta llegar a transformarse en película y en proyección.

Ese mundo me entusiasmó, mejor dicho me convulsionó totalmente. Entonces hablé con mi hermano Lucio que, por suerte, me comprendió y le dije:

─ Mirá: yo quiero dejar la orquesta porque a mí la música mucho no me interesa. Creo, en cambio, que aquí tengo una posibilidad.

─ Bueno ─me dijo─. Hacé lo que te parezca. Vos sos dueño de hacer lo que quieras. Yo te autorizo.

Dejé la orquesta y me quedé en Barcelona, de peón. Sin sueldo y a barrer el estudio. Esos fueron mis comienzos en el cine. Naturalmente que solo estuve barriendo quince días porque yo era muy inquieto. Me metía en todo y cosa que no conocía quería conocerla a fondo. Me metía en cosas que no tenían que ver conmigo, como maquillaje, laboratorio, iluminación. Y así fui aprendiendo todos los pasos. Así llegué a pizarrero, primero, después a tercer ayudante, a segundo ayudante, a primer ayudante, a asistente. Es decir, la carrera que debe hacerse en el cine. Y cuando yo estaba a punto de dirigir (Incluso había comprado los derechos de una obra, Tierra baja de Ángel Guimerá), estalló la guerra civil en julio de 1936. Desde luego, todo se paralizó.

Como es de suponer, vi frustradas todas mis esperanzas. No obstante, me quedé en España. Me  quedé un año y medio pensando que eso iba a ser corto y que luego se iban a reanudar todas las tareas y que yo iba a seguir en mi afán de dirigir una película.

En Barcelona quedamos pocos argentinos. Éramos dos o tres, y un día recibimos la orden de la embajada argentina en Madrid: teníamos que dejar Barcelona. Y tuve que salir, casi a fines del año 1937, repatriado. No nos permitieron sacar absolutamente nada más que 500 pesetas que, al llegar a Génova, nos sirvieron para un café con leche.

En Génova dimos muchas vueltas. Estuvimos cerca de un mes esperando un barco en el cual volvimos en segunda clase a pesar de ser repatriados y hasta llegamos con mucho dinero a Buenos Aires.

Dije que éramos tres argentinos. Los otros dos, que yo conocía, eran los hermanos Marvel, que hacían unos números muy buenos de transmisión de pensamiento, de memoria retentiva. Ambos se habían casado con dos españolas: una, cantaba y la otra, bailaba. Se habían casado con ellas para poderlas sacar de España como argentinas. En esa oportunidad yo volví a tocar el bandoneón, instrumento que hacía mucho que no tocaba, y acompañaba a la cancionista. Luego, la bailarina bailaba. A posteriori venía el número de los hermanos Marvel. En los intermedios yo tocaba tangos. Además de tocar el bandoneón, hacía de traductor durante las actuaciones en salas alejadas de Génova (porque nos estaba prohibido trabajar en la ciudad de Génova). Traducía y presentaba el espectáculo al público en un italiano muy precario, como era el mío, pero me defendía. Así les iba traduciendo lo que mis compañeros decían. Y por ese motivo llegamos con mucho dinero a Buenos Aires.

Aquí me encontré con el trío de Irusta-Fugazot-Demare que estaba trabajando con Canaro, y yo asistía a las funciones de teatro en calidad de hermano de Lucio. Canaro, con Yankelevich, tenía un estudio de cine: el Río de la Plata y en el año 1938 me dio un puesto de encargado de estudio cuando en esas galerías filmaban Romero, el Negro Cosimi y si mal no recuerdo, Bayón Herrera.

Un día Canaro me dijo:

─¿Te atrevés a dirigir?

─ Pero “Pirincho” ─le contesté─, ¡es lo que estoy deseando!

─ Bueno, tengo una película para vos.

Y dirigí la primera película que hizo Pepe Iglesias (El zorro): Dos amigos y un amor. Además de El zorro, integraban el reparto Juan Carlos Torry, Santiago Gómez Cou, María Esther Buschiazzo y la que después fue mi esposa, Norma Castillo.

También en ese estudio hice la segunda película de El zorro, Veinticuatro horas en libertad, con Niní Gambier y después pasé a Pampa Films. De modo que mi primera película la dirigí recién en la Argentina en 1938.

Cuando pasé a Pampa Films hice dos películas menos que mediocres. Los libros no me interesaban pero como estaba contratado y en mis comienzos tuve que hacer lo que los otros querían, para tratar de llegar. Esos films menos que mediocres eran: El hijo del barrio con Ernesto Raquen y Fanny Navarro; y Corazón de turco con Alí Salem de Baraja que en ese momento tenía un éxito muy grande. El libro de El hijo del barrio era de Martínez Paiva y para Corazón de turco yo tenía un tema de Conrado Nalé Roxlo, e incluso estaba trabajando en él. Pero Alí Salem de Baraja me hizo una trastada e impuso un libro de él que era un desastre. No obstante, la película dio mucho dinero.

En ese momento dado, Pampa Films se vio obligada a llamar a Luis Sandrini para filmar. Ocurría que habían vendido con anticipación un film de Sandrini en todas las ciudades del Interior cuando no lo tenían contratado a Sandrini. Luis llegó, aceptó filmar y le dijeron:

─Acá tiene dos directores. Uno de ellos es un muchachito que empieza y no sabemos nosotros todavía qué es lo que dará.

─ Al otro yo lo conozco ─le dijo Luis─. De modo que me voy a tirar un lance con ese muchachito que recién empieza.

Cuando me enteré de eso, puse condiciones. Pensé:

“Ahora es la mía”.

Pero debo confesar que tenía un gran susto. ¡Dirigir a Sandrini que ya era una figura, cuando yo todavía era un don nadie! Por eso me dije: “Voy a exigir que sea yo quien elija el libro y voy a ocuparme de la producción”. Y efectivamente, yo me ocupé casi de todo y así nació Chingolo que fue el primer gran éxito gracias a Sandrini. Además de Sandrini, en Chingolo trabajaban Carlos Morganti, Rosita Catá, Nury Montsé, Héctor Méndez y otras figuras. Era una comedia muy divertida y muy humana. Llamó mucho la atención y estuvo en cartelera durante muchísimo tiempo. Recuerdo que en México, donde Sandrini era muy popular, no se podía pasar la película por el título Chingolo, para ellos es una palabra procaz. Preferían que le cambiáramos el título. Les dije:

─ El título yo puedo cambiarlo pero en la película se dice “Chingolo” unas cien veces porque es el nombre del protagonista.

Al final se resolvió pasarla y Sandrini me trajo una foto posterior al estreno mexicano en donde se veía una gran cola de espectadores para entrar en un cine a pesar de la lluvia. Había dos cuadras de gente con paraguas.

Chingolo me abrió muchas puertas. Yo había comenzado a filmar a fines del 39 y había terminado la película en los primeros meses de 1940.

Después de eso, Pampa Films me dio otro susto: me pidieron que dirigiera a Enrique Muiño. No sabía qué hacer. Comencé a buscar temas para ver qué podía hacer con Muiño. Por casualidad cayó en mis manos un suplemento en rotograbado de La Nación o La Prensa, no recuerdo bien, donde se contaba la historia del cura Brochero. Y me dije: “Esto es lo que me interesa hacer”. Y así nació El cura gaucho.

Yo me había ido a los 15 años de Buenos Aires. Soy porteño, bien porteño. Nacido y criado en el Mercado de Abasto, Gallo y San Luis, de manera que no conocía el resto del país. Y El cura gaucho me permitió recién conocer el Interior: Conocí Córdoba. Y entré a querer a las provincias. Entré a querer al paisaje nuestro, la tierra nuestra. A partir de ahí, prácticamente filmé en todo el país, del Norte al Sur y del Este al Oeste.

A El cura gaucho la filmé en Córdoba. No en Mina Clavero que era la tierra del padre Brochero sino en la serranía cordobesa: no en las Sierras Grandes sino en las Sierras Chicas, buscando los lugares que se parecieran a Mina Clavero. Porque yo antes me había recorrido todos los sitios donde practicó su apostolado el padre Brochero. Era imposible entrar en Mina Clavero con un equipo grande como el mío. No había caminos. De modo que tuve que buscar paisajes similares como el de Copacabana que en ese entonces era casi desconocido. Para entrar, hasta tuvimos que hacer un camino.

Después vino Artistas Argentinos Asociados. Ya conocía a Muiño, a Aleppi, a Petrone, a Magaña, con quienes nos habíamos hecho grandes amigos. Y con ellos hicimos el cine de los años 40: La guerra gauchaPampa bárbara, Su mejor alumno, fui productor de Donde mueren las palabras, La calle grita, etcétera.

Artistas Argentinos Asociados fue fruto de la casualidad. Yo ya era amigo de toda la gente que concurría al café Ateneo y allí debo decir que nació la AAA y La guerra gaucha. Yo le decía siempre a Discépolo que tenía que filmar su gran tango Cafetín de Buenos Aires porque era un poco mi vida, porque de “chiquilín yo miraba de afuera / la ñata contra el vidrio” hasta que un día pude entrar a ese café Ateneo y otro día me acerqué a la mesa donde estaban ellos, los oí hablar. Otro día me puse más cerca. Y otro, ya me senté con ellos, opiné, hablé.

Y la AAA se formó a raíz de todo eso. Un día yo había ido con Faustín a los Estudios Side, en la calle Campichuelo. Estaban filmando una película, con María Duval, basada en un libro de Gregorio Martínez Sierra: Canción de cuna. Faustín (con otro español, era el productor de esa película) me dijo:

─ Yo tendría que hablar contigo porque quisiera que hiciéramos juntos una producción ─.  Y yo le dije:

─Mirá: si vos tenés esa idea la podemos ampliar porque conozco a Muiño, a Alippi, a Petrone que también tienen ganas de eso. Entonces podríamos hacer una cosa más importante.

Hablé con Muiño, con Alippi, con Petrone, con Magaña. Nos pusimos de acuerdo y así nació la AAA porque nuestra meta era hacer La guerra gaucha. Las conversaciones habían venido arrastrándose durante mucho tiempo. El que apoyaba mucho la idea era Homero Manzi, que junto con Petit de Murat hicieron la adaptación. Ellos fueron los gestores de todo eso.

Íbamos a empezar con La guerra gaucha pero luego, por distintos motivos, tuvimos que postergarla. Yo pensaba que los exteriores debíamos filmarlos en Salta, en los mejores meses: enero y febrero. Pero cuando ya teníamos todo listo para empezar y el dinero justo, nos enteramos de que esa era época de lluvias y no se podía ir. Los caminos se volvían intransitables, los ríos se desbordaban. Teníamos que ir en invierno, un cambio violento.

Como todo estaba en marcha, decidimos hacer El viejo Hucha que fue nuestra primera producción. Este film nos llevó parte del dinero disponible. Entonces tuvimos que empezar a vender el alma al diablo. El viejo Hucha aún no había dado sus primeros frutos. Así, comenzamos a vender una película en la que nadie creía, sin que estuviera hecha. Es decir, que casi la regalamos. Hay gente, exhibidores, distribuidores que se hicieron multimillonarios con La guerra gaucha y nosotros, no… Vendíamos zonas completas como el Litoral, en 30 mil pesos y para toda la vida. Y cuando fue un éxito, no solo ganaron con La guerra gaucha sino que quienes querían ese film tenían que llevarse otros cincuenta films más. Y fue así como se hicieron fortunas.

Nos fuimos a Salta con el poco dinero que nos quedaba. El equipo estaba integrado por 80 personas, más o menos, que ya era un decir. El único que vivió en un hotel en Salta fue Muiño, por su edad (lamentablemente, Alippi había muerto antes de los comienzos). Los demás vivíamos en una casa a 10 kilómetros de Salta, donde ahora hay un regio camino, pero no en ese entonces. La casa era de material, decían que allí había vivido el general Manuel Belgrano; un enorme caserón con un salón muy grande, donde habíamos ubicado a cincuenta personas y los demás nos arreglamos en dos cuartos.

La película, con todos los trabajos que hicimos, con los uniformes de época, con la gente que tuvimos que llevar de Buenos Aires; en fin, con todo, nos costó 269.000 pesos.

Me fui a Salta anticipadamente porque quería hacer sobre el terreno el encuadre de la película. Antes, como yo conocía los lugares donde iba a filmar una película cuya acción se desarrollaba en Buenos Aires, no necesitaba visualizarlos. Pero esta vez el paisaje me era desconocido.

Recorrí los lugares, me impregné de cerros, bosques, llanuras y quebradas y recién entonces me puse a encuadrar el libro.

Llevamos muchos trajes de gauchos, era una ropa nuevita, recién salida de la sastrería teatral. Me di cuenta de que, de acuerdo con el espíritu de la película, esa ropa nueva no iba. De modo que cuando veía un gaucho auténtico que llevaba una ropa usada, aunque esta fuera rotosa –era ropa usada y vivida−, yo lo llamaba y le cambiaba su ropa por mi reluciente ropa de sastrería. De más está decir que a las ropas auténticas, antes de entregárselas a los actores y a los extras, las mandábamos a la tintorería. Así nació la ropa que Enrique Muiño usó en el film.

Distinto fue el procedimiento que tuve que emplear con los uniformes de época, como los que vestían Chiola o Magaña: todas las mañanas se los hacía poner y con ellos montaban a caballo y daban largos paseos. De este modo, no solo ablandaban los flamantes uniformes sino también sus cuerpos, poco acostumbrados al trote del caballo. Y a los lugareños les llamaba muchísimo la atención encontrarse de pronto con tipos uniformados a la usanza realista o patriota, que paseaban tan campantes por la campiña salteña. Y a veces llegaban hasta la ciudad…

Néstor Patrón Costa nos mandó de Anta unos cuantos gauchos auténticos. Eran imponentes, con sus barbas renegridas. Algunos de ellos tenían en su haber unas cuatro o cinco muertes. Venían con sus caballos, con sus guardamontes, con sus sombreros de cuero retobado, con sus coletos y con sus ponchos colorados con la guarda negra. Nos llamaron poderosamente la atención. Y a mí en particular. Tenían una especie de resignación dentro de su fiereza. Y el porqué de ello recién me enteré muchos años más tarde. Haciendo  otra película, tuve la suerte de conocer Anta. Entonces, me di cuenta de que era verdad lo que me habían dicho. Anta era un pueblo miserable donde “cine” era una palabra desconocida. Y ahí comprendí que los gauchos, cuando recibieron la orden de Patrón Costa de venir a Salta para “hacer la guerra gaucha”, se despidieron de sus familias porque creyeron que realmente iban a la guerra, a la guerra gaucha de verdad.

Esos gauchos fueron parte de los extras que trabajaron en la película. Hubo muchos otros, pero de la ciudad de Salta. Los contrataba porque me interesaban sus rostros de lugareños, sus rasgos muy marcados. También hicieron de extra, soldados del regimiento que nos facilitaron las autoridades militares. Con nosotros vinieron los hermanos Novoa, de Mataderos, grandes jugadores de pato que me hicieron muchas caídas de caballo, muy pero muy bien hechas.

Enrique Muiño era un actor fácil de llevar. Pero ocurría que le gustaba macanear en grande. Pero macaneaba con gracia. Sabía que hacía gracia macaneando. Y digo lo de macaneador porque yo le conozco muchas anécdotas. Por ejemplo, cuando escribí con Mac Dougall el libro de El cura gaucho, aprovechando que iba a buscar los lugares de filmación, me instalé unos días en una casa que Muiño tenía en Capilla del Monte, llamada “La tapera”. Yo conocía muy bien la casa. En la puerta de entrada tenía una enorme piel de yarará, extendida. Yo sabía perfectamente quién se la había regalado, ya curtida y preparada, y luego le he oído contar mil veces la forma como él había cazado a la víbora. Muiño sabía que hacía gracia y por eso inventaba las cosas más extrañas. Era un hombre maravilloso, extraordinario y yo lo he querido casi tanto como a mi padre. Con él tuve muchas agarradas, pero cuando ya nos teníamos confianza. Claro está que la primera película que hice con él fue para mí muy dura: yo era un chiquilín y él un actor ya consagrado. Me costó metérmelo en el bolsillo. Y para eso tuve que luchar bastante.

El que, sin lugar a dudas, era un actor extraordinario y además muy compañero de todos nosotros, y a quien muchos de los actores argentinos le deben muchísimo, fue Elías Alippi. Lamentablemente, murió antes de La guerra gaucha. Él tenía un papel, que luego hizo Sebastián Chiola, para el cual se preparaba con grandes esperanzas. Ya estaba en cama y se había dejado crecer una pequeña barbita para componer físicamente el personaje. Cuando estuvo listo el libro definitivo de La guerra gaucha se lo fuimos a llevar todos. Y se lo leímos. Cuando terminó la lectura dijo:

─ Bueno, ¿pero quién le pone el cascabel al gato?

Yo le dije:

─ Flaco, no se preocupe que le vamos a poner el cascabel al gato.

Murió a los pocos días de estrenarse El viejo Hucha. Yo había estado en su casa, pero tuve que salir por un momento, reclamado por algo urgente. Alippi se estaba muriendo y preguntaba:

─ ¿Dónde está el Tano?

Alippi me llamaba el Tano y Muiño, el Turco. “Tano”, sí tenía por qué llamarme así, pero “Turco”, no sé. Tal vez porque en esa época yo tenía el pelo negro.

Por fortuna, llegué antes de que muriera Alippi. Recuerdo sus últimas palabras. Me dijo:

─ Mirá, pibe, cuidámelo al viejo Muiño.

─ Quédese tranquilo, Flaco, lo vamos a cuidar ─le contesté.

Y en efecto, le cuidamos la vida artística y la física.

Después de La guerra gaucha vino Pampa bárbara, que también fue una película de mucho trabajo. Posteriormente, con Luisita Vehil –porque ella siguió diciendo que fue lo mejor que había hecho en cine− nos acordábamos de la filmación. El nacimiento de la idea fue casual: Homero Manzi y Ulises Petit de Murat habían leído un decreto hecho por Rosas en su época, donde ordenaba que cincuenta mujeres de distintos estratos sociales tenían que ser requisadas para llevarlas a la frontera. Evidentemente, era una excusa para vengarse de sus enemigos políticos. Y a raíz de la requisa cayeron mujeres de la vida, pulperas y gente bien, como era el caso del personaje de Luisa Vehil, hermana de un contrario a Rosas que estaba exiliado en Montevideo. El personaje de Luisa Vehil simbolizaba un poco el tema de la libertad.

Pampa bárbara tuvo un camino singular. El día de su estreno en Buenos Aires, fue fatal, tremendo. En esa época, en los cines solo había secciones “vermouth” y “noche”. Eran las 17.50 del día del estreno, el 9 de octubre de 1945; el público y el periodismo estaban entrando en la sala cuando alguien dio la noticia de que a Perón lo habían llevado detenido a la isla Martín García. Entonces todo el mundo entró a correr, en especial los periodistas. La película se estrenó prácticamente en medio de un alboroto que nada tenía que ver con el cine. Se cerraron todas las salas; recién se abrieron el 18 de octubre. Pero incluso después, la gente no iba al cine. De modo que la película nació muerta.

Sin embargo, como fue a Europa, donde tuvo un gran éxito −también en los países de América Central− volvió con un prestigio que nos permitió un segundo lanzamiento. Y hoy es uno de los clásicos del cine nacional que toca parte de la Campaña del Desierto

Nosotros no nos preocupábamos mucho por el dinero. Nos preocupaba eso sí, hacer cosas que creíamos eran necesarias para nuestro cine. Si hoy me preguntaran cuánto costó Pampa bárbara no sabría decirlo. Recuerdo solo que Su mejor alumno costó el doble de La guerra gaucha. Pero también había una enorme reconstrucción de época: prepresidencia y presidencia de Sarmiento. En ese entonces casi todo se reconstruía en los estudios: calles, esquinas, salones, etcétera. Hoy se soluciona esto tratando de filmar en lugares que más o menos conserven el estilo, la arquitectura de la época. Hoy, reconstruir todo eso costaría una fortuna incalculable. Nosotros tuvimos que reconstruir el puerto antiguo de Buenos Aires, lo que se hizo en tres etapas. También tuvimos que reconstruir parte del Merrymack el barco a bordo del cual Sarmiento se entera de que había sido elegido Mitre como presidente de la República. El presidente saliente debía ir al puerto a recibirlo en su coche de época.

Después de Su mejor alumno, la AAA encaró el rodaje de Donde mueren las palabras. La dirigió Hugo Fregonese y yo fui su productor. Pero prácticamente estuve en toda la filmación, por mis tareas. Fue un éxito no solo en el país sino en el exterior. Cuando vinieron los norteamericanos que hicieron Las zapatillas rojas, 5 años después, quisieron conocerme. Yo pregunté por qué; me contaron que habían visto Donde mueren las palabras en la Aduana, en Londres. Fue una casualidad. Me dijeron que habían tomado un poco de la idea central. Les contesté:

─ No hace falta que me lo digan porque hay escenas que son exactamente iguales. Lo único que ustedes lo hicieron en colores y con una técnica que nosotros aún no tenemos.

Después dirigí La calle grita con Muiño y Magaña, Nunca te diré adiós con Caviglia, Zully Moreno y Magaña. Después llevé a la AAA a Pierre Chenal, que dirigió Todo un hombre y El muerto falta a la cita. En AAA nadie quería creer que Pierre Chenal, el gran director francés, autor de Pepe Le Moko, estaba en Buenos Aires. Chenal había quedado en esta ciudad un poco varado por la Segunda Guerra Mundial

Lo último que hice en la AAA fue una película con Petrone, Mirta Legrand, Sebastián Chiola, Juanita Sujo, Federico Mansilla y Enrique Chaico y que se llamó Como tú lo soñaste. Se basaba en la obra de Kaiser, Un día de octubre, y que fue muy difícil filmar porque prácticamente era teatro de cámara.

1948 marca el fin de la AAA. Petrone se fue a México (todavía no se había ido al Uruguay), Caviglia al Uruguay. Recuerdo que íbamos a hacer Los isleros para San Miguel.

La AAA se disolvió –y yo lo repito siempre− porque ocurrió lo que siempre ocurre en ciertos matrimonios: el tiempo va distanciando a los esposos y al final los separa. Vinieron un poco los celos. Y todavía no sé bien aún hoy por qué eso de los celos, porque en la AAA nadie hacía un mismo trabajo. El trabajo de Muiño no lo podía hacer ni Petrone ni Magaña, Magaña no podía hacer el de Muiño y ninguno de ellos podía hacer el mío, pero la convivencia, el tiempo, un poquito los celos y otro poquito las vanidades –todos querían ser el padre de la criatura− nos fue desgarrando a todos; lamentablemente porque habíamos llegado a formar un grupo muy pero muy homogéneo, muy tenaz y muy fervoroso. Y por eso creo que logramos una etapa muy importante de la cinematografía argentina. Pero la vida es así.

 

En 1950 iba a filmar Los isleros con Francisco Petrone. Pero nos prohibieron a Petrone y a mí. Yo no sé por qué pero nos prohibieron. Después me levantaron la prohibición porque no tenían ningún motivo –como creo que no lo tuvieran con Petrone. A Petrone, tal vez, le gustaba hablar pero no creo que hablar sea un delito. Manzi trabajó mucho para que se le levantara la prohibición a Petrone. Recuerdo que una noche lo sacó del café Ateneo y lo tuvo dando vueltas por Cangallo, Suipacha, Bartolomé Mitre y Carlos Pellegrini. Daban vueltas y vueltas y vueltas conversando hasta que definitivamente se pararon en la esquina del Ateneo y parecía que Manzi casi lo había convencido de que se presentara para que le levantaran la prohibición. Se despidieron, Petrone llegó hasta la puerta del Ateneo. Se dio vuelta. Y desde ahí le gritó a Manzi, que todavía estaba en la esquina:

─ ¡No voy nada y se terminó!

Y de ahí se fue a México.

Al no tener a Petrone decidí hacer Los isleros con Sebastián Chiola pero un día se nos enfermó en el Ateneo. Lo internamos y duró exactamente una semana. Fue una enfermedad cruel, tremenda. Yo ya le había dado el libro. No se lo quise sacar porque me dije: “Si tiene que morir, pobrecito, que muera con la ilusión”.

No sabía con quién reemplazarlo. Me sugirieron el nombre de García Buhr que era también de la barra del Ateneo. Sabía que era un muy buen actor pero tan elegante, tan inglesito él en todas sus cosas que no creí que podía responderme. Sin embargo me sorprendió totalmente. El día que hicimos las pruebas llegó al estudio con un baúl enorme y comenzó a sacar ropa antiquísima, usada, gastada, zurcida, gastada por la vida de verdad. Y ahí me di cuenta de que era un señor actor y que tenía todo: sombreros, tabaquera de época, bombachas todas rotosas.

E hice Los isleros con Tita Merello y García Buhr.

La rodamos en San Pedro pero nos íbamos a filmar a las islas a dos horas de lanchón, cerca del Ybicuy. Cuando terminé Los isleros quedé convencido de que ni Petrone ni Chiola habrían estado como estuvo García Buhr.

El personaje de Tita Merello era el de una mujer muy fuerte, muy trabajadora. En una escena en la cual había que arrimar una cantidad de troncos ella veía que yo estaba atando con unas cadenas una gran cantidad de troncos. Ella miraba. De pronto me pregunta:

─ ¿Y para qué es todo eso?

─ ¿Cómo para qué? ¡Los tenés que arrastrar vos!

─ ¡ Estás loco! ¿Cómo voy a arrastrar todo eso!

Pero al final lo hizo, lo tuvo que hacer, arrastrarlos y a caballo. Ella decía y dice siempre que cuando era chica fue “reserito”.

─ Entonces ─le dije─ si fuiste “reserito” sabrás andar bien a caballo.

En la escena en que es castigada a latigazos, en el primer altercado que tiene con el personaje que hacía García Buhr quiso que se los diera yo. Entonces yo le daba con alma y vida. No sé si García Buhr le hubiera dado más, tal vez. Y sabiendo eso pidió que se los diera yo. Desde luego que era un látigo preparado que manejaba detrás de la cámara. Pero igual hacía doler.

Trabajar con Tita Merello me costó mucho porque era una mujer de mucho carácter. Y por eso había que saberla llevar. Tita era una mujer que, de pronto, necesitaba un grito como muchas actrices, y de pronto necesitaba ternura. Hay otras intérpretes que con un grito se cohíben totalmente y no sirven para nada.

Con el tiempo −porque yo ya había hecho varias películas con ella− llegué a descubrir, cinco segundos antes, cuándo iba a explotar. Entonces yo explotaba antes. Y para calmarme a mí, se olvidaba del problema de ella y me solucionaba lo que yo quería. Luego la calmaba. Ella me calmaba a mí. Pero lo mío era cuento. Yo sabía que ella iba a explotar.

A posteriori le confesé que yo sabía cuándo iba a explotar. Estábamos en un programa de televisión.

─ ¿Y recién ahora me lo decís? ─exclamó.

─ No. Si te lo iba a decir antes ─le contesté.

Era una mujer muy inteligente, muy sagaz, una gran mujer. Tengo un gran recuerdo de ella.

 

Después de Los isleros vinieron otras películas. Sandrini me llamó y me dijo:

─ Pero, che, decime una cosa. Después de Chingolo no hicimos nada juntos.

─ Vos tampoco me dijiste que querías volver a trabajar conmigo ─le contesté.

Y así filmamos La culpa la tuvo el otro que tuvo mucho éxito. Más tarde hice Payaso, también con Sandrini, Mi noche triste y El último perro.

Esta última fue una película que también trataba, como Pampa bárbara, el tema de la Campaña del Desierto. Fue una película muy trabajosa. El reparto incluía los nombres de Hugo del Carril, Rosita Catá, Gloria Ferrandiz, Jacinto Herrera. En ese film debutaron Nélida y Eber Lobato. Necesitábamos una pareja que bailara una zamba y ellos integraban el conjunto de bailarines que intervenían en el film, de modo que así lo hicieron.

El libro se basó en una novela del mismo nombre, de Guillermo House, un pseudónimo del teniente coronel Casá.

Después de La guerra gaucha teníamos un jefe de producción, Julito Ferrando que siempre me hablaba de El último perro. Un día lo leí y me entusiasmó. Pasó el tiempo y me decidí a hacerlo con una empresa totalmente nueva que era Atalaya.

Como dije fue muy trabajosa. Era la primera película en colores que hacía yo y diría que fue la primera que se filmó con ese sistema en el país. Antes Torres Ríos había hecho Lo que le pasó a Reynoso pero solo una parte había sido filmada en colores. El último perro fue la primera película argentina rodada íntegramente en colores y además en una época muy dura porque técnicamente no estábamos preparados. Tampoco la película en colores tenía la sensibilidad que tiene ahora. Era muy lenta y necesitaba casi cuatro veces la luz del blanco y negro. Es decir, no había estudio que tuviera capacidad lumínica. Por eso tuvimos que filmarla casi íntegra en exteriores. Ahora bien, nos tocó un verano muy malo. Recuerdo bien que comencé un 6 de enero y desde ese momento siempre estaba nublado y en aquella época no se podía filmar con día nublado. Hoy, en cambio, ocurre todo lo contrario: los directores de fotografía, para el color prefieren que esté nublado porque de ese modo se puede compensar y contrastar los matices, los tonos. En aquella época, no. Recuerdo siempre que para hacer una toma tuve que esperar que apareciera un pedacito de sol al que le hicimos la guardia durante horas. Rogábamos que ese clarito de sol fuera para el lado donde estábamos por hacer la toma. Cuando se produjo, respiramos aliviados.

El último perro se filmó en Campo de Mayo, en una zona muy salvaje. Allí reconstruimos la posta donde tenía lugar la acción. ¡Qué coincidencia! En ese mismo lugar filmé los exteriores de Pampa bárbara y las escenas de Curupaytí de Su mejor alumno.

Como dije, para muchas cosas del tecnicolor no estábamos preparados y tuvimos que salir adelante a fuerza de imaginación. Los elementos que no teníamos los reemplazábamos con audacia o, mejor dicho, con “rebusques”.

Antes de El último perro, con Sandrini viajamos a España para filmar A la buena de Dios. Eso fue en el año 1952 y actuaban, además de Sandrini, Malvina Pastorino y un reparto de actores españoles. El libro era de Sixto Pondal Ríos y Carlitos Olivari.

Después de El último perro no recuerdo claramente la cronología de mis films. Posiblemente viene la época de Guacho, Zafra, Detrás de un largo muro. Después del silencio…

Zafra para mí fue una película importante, una película de denuncia que tuvo un gran suceso en el Festival de Cannes. Graciela Borges que comenzaba en esa época, hacía pareja con Alfredo Alcón. Nos instalamos en San Pedro de Jujuy pero luego fuimos a filmar a La Quiaca y en la Quebrada de Humahuaca en un pueblo que se llama Puesto del Marqués. Más tarde cruzamos la frontera y rodamos en Villazón, la localidad boliviana que está cruzando el puente internacional de La Quiaca.

En San Pedro de Jujuy filmamos toda la parte del trabajo en los cañaverales.

Detrás de un largo muro, fue también una película de denuncia. La filmamos aquí, en Villa Jardín. Por primera vez hablé sobre el tema de las villas miseria que habían crecido como hongos en el cinturón de Buenos Aires. En ese entonces Villa Jardín estaba exactamente, Riachuelo de por medio, antes de llegar al Puente de la Noria. Enfrente estaba la quema. La historia giraba en torno a una familia que venía del Interior atraída por la opulencia de Buenos Aires pero luego se daba cuenta de que habían dejado una cosa importante: el campo, la posibilidad de una vida distinta. En esa época Buenos Aires se comenzó a poblar en forma exagerada y en esa villa me encontré con gente de todos los lugares del país. Además había muchos tipos sociales, desde el malandrín hasta la gente trabajadora y honesta. Había mucha gente sucia y había mucha gente muy limpia. No tenían prácticamente nada. Para sacar agua tenían que hacer colas interminables frente a una canilla pública que había. Y todo eso está en la película.

Desde luego que nosotros los autores no somos quienes para dar soluciones. Pero nos pareció que el solo hecho de denunciar ya era importante. La solución que la busquen quienes pueden buscarla y que deben buscarla.

Cuando fuimos a filmar, los villeros nos recibieron bastante mal. Nos dijeron una cantidad de improperios. No querían que los filmaran. Después nos hostilizaron de otra forma. Quise hacer una toma de una laguna pestilente pero aparentemente no, porque estaba toda cubierta por un verdín que le daba el aspecto de un campo de golf apacible. Y yo, para dar la sensación de lo que en realidad era, con unos enormes palos hacía que revolvieran las aguas y así subiera toda la suciedad que había allí. Cuando se revolvían las aguas el olor era espantoso y los habitantes de la villa comenzaban a gritarnos de todo.

Durante las escenas de la cola del agua, yo tenía la cámara puesta sobre la gente que aguardaba frente a la canilla con sus tachos, baldes y ollas. Detrás se veían las ventanas de las casillas, con ropa tendida en medio de los recovecos o de los pasajitos. Yo filmaba una toma, tenía que filmar la otra y la gente me sacaba la ropa para que así la escena no tuviera continuidad. Entonces opté por llevarme ropa de utilería y colgarla, para que así no pudieran sacármela.

En otra secuencia, tenía ubicada la cámara hacia una ventana cerrada. Pero en cuanto daba las órdenes de “¡cámara!” el habitante de la casilla sobre cuya ventana estaba enfocada la cámara, se preparaba. Luego cuando escuchaba que yo ordenaba “¡acción!” abría la ventana y comenzaba a hacer ademanes obscenos. Yo, naturalmente tenía que cortar.

En la policía me dijeron:

─ Ah, mire, de día, si quiere entrar, entre. Tal vez nosotros entremos alguna vez que le haga falta. Pero de noche, ni en broma entramos. Si usted quiere arriesgarse, arriésguese.

Y tanto fue así que las escenas de noche tuve que hacerlas en una reconstrucción en un estudio, con parte de la laguna, inclusive.

En la villa había una especie de salón de fiestas, una especie de “bailanta” que también tuve que reconstruir en estudio porque no nos atrevimos a entrar de noche cuando comenzaba el baile.

Detrás de un largo muro la filmé en 1956-1957. Luego hice Mercado de abasto con Juan José Miguez, Pepe Arias y Tita Merello. Luego volví a España para filmar La boda

Hijo de hombre, la novela de Roa Bastos, llegó a mis manos de una manera muy especial. Como todo lo que yo he hecho, me costó mucho trabajo conseguirlo. Así pasó con El último perro de House y Los isleros de Castro, que finalmente por una u otra circunstancia vinieron a mí.

La idea de Hijo de hombre me la trajo Jacinto Herrera. Fue él quien me contó la historia porque era muy amigo de su connacional Roa Bastos. Me entusiasmó.

Hablé con Roa y decidimos encarar el proyecto. Le presenté el asunto a Sono pero en ese momento a los directivos el argumento no les llamó la atención. Fui perdiendo el tiempo, como ya me había pasado muchas veces. Finalmente salió un productor que le compró el libro a Roa. Roa tenía interés en venderlo y lo vendió.

Un buen día a mí me llaman de Argentina Sono Film pidiéndome ese libro. Yo les dije:

─ Bueno, ahora yo ya no lo tengo.

Hablé con Roa y me dijo:

─ Mirá, yo ya lo vendí.

Pero como el libro me interesaba y el comprador del libro no lo había hecho le dije a Roa:

─ Vamos a hablar con este productor.

Fuimos. Pero el tipo no quería saber nada. Yo sabía que era un productor que no podría hacer la película y si la hacía la iba a hacer muy mal. No le iba a dar el carácter que tenía el libro.

La cuestión fue que insistí porque Roa estaba interesado también en que yo hiciera la película. Al final el hombre entregó el libro. Lo pusimos entre la espada y la pared. Le dijimos que entregara el libro si no lo iba a hacer o que si no, pagara lo que debía a Roa. Y para pagarle ese resto, vendió a Sono Film el libro. Es decir que al hombre lo apretamos un poquito.

Recuerdo que era un 14 de julio cuando llegué al Paraguay donde permanecí unos 15 días. Quería hacerla en los lugares en que la historia había sucedido. O por lo menos conocer esos lugares. Y, efectivamente, los conocí pero me di cuenta de que no había posibilidad alguna de entrar ahí ni de hacer nada. Yo tenía que llevar cerca de 100 personas, grupos electrógenos y no había manera. Había que ir hasta un puerto en barco y después de 180 kilómetros hasta otro lugar en tren y después el resto del trayecto como Dios quisiera. Cuando llegué a Mariscal Estigarribia nos ofrecían el cuartel de un destacamento para alojamiento pero no era suficiente. Además los ranchos de aquella época estaban aún, pero todos deshechos. Se los podría haber reconstruido, pero no había dónde alojar a la gente y yo siempre he cuidado de que la gente esté por lo menos decentemente alojada y decentemente alimentada. Tampoco había cómo alimentar bien a la gente.

Entonces comencé a buscar dentro del paisaje nuestro y encontré en el Chaco santiagueño un paisaje exactamente igual. Como yo había visto los lugares en el Paraguay podía hacer comparaciones. La prueba está que filmé ahí y todo el mundo creyó que yo había filmado en el Paraguay.

Vivíamos en Río Hondo y trabajábamos a 30 o 40 kilómetros en plena selva. Un día de mucho calor, mientras preparábamos una escena yo me puse unos shorts y unas botitas cortas. A mí me gusta siempre hacer las cosas personalmente. A la escena había que componerla de la siguiente manera: Rabal venía herido en una mano. Lo atacaban los bolivianos y tenía que recibir dos tiros. Los disparos los hacían con una arma de fogueo desde detrás de la cámara para que él hiciera un gesto de dolor. Disparé el primer tiro y anduve. Pero en el segundo no salió. Y así me pasó tres veces. Los disparos se los hacía con un revólver que, al final, tiré y pedí dos fusiles con caño largo. Cuando estaba por rodar la escena, se nubla… como tenía que esperar a que saliera el sol nuevamente y para que las armas no se ensuciaran apoyé una en cada pie sobre mis botitas cortas. Esperamos, esperamos, las nubes no se iban y seguía nublado. De pronto miro hacia la mano izquierda y veo que el gatillo estaba levantado. Me dije: “A ver si se me escapa un tiro todavía”. No digo eso y se me escapa el tiro del fusil de la derecha. Del agujero de la bota comenzó a surgir un chorro de sangre enorme. Para colmo habíamos mandado toda la movilidad de la película a Río Hondo. No había en qué me llevaran. Quedaban solo los camioncitos que intervenían en la película, unos camiones modelo 1928. En uno de ellos fueron a buscar un médico a Río Hondo, pero como no venía me cargaron en el otro camioncito. En el camino nos cruzamos. El médico me dijo:

─ Aquí no hay nada que hacer. Hay que llevarlo a un hospital. Elija, Tucumán o Santiago del Estero, donde quiera, pero llévenlo cuanto antes.

Llegamos a Santiago del Estero y otro médico sentenció:

─ Hay que amputar uno o dos dedos.

─ Mire ─le dije─ usted no me va a cortar nada. De ninguna manera. Porque si me corta el dedo voy a tener que estar quince días con la pierna estirada y yo tengo ochenta personas a mi cargo ¿Qué hago? No puedo dejar de trabajar…

La cuestión fue que, a pedido mío, me cosió los dedos como pudo, me limpió bien la herida y al día siguiente me fui a trabajar.

Todos los días me curaban y a las 6 de la mañana en Río Hondo me vendaban, me envolvían el pie en un nylon para que no me infectara con la tierra y con dos bolsas de hielo me llevaban a la filmación. El hielo era para combatir el calor proveniente del sol y del nylon.

Necesitaba muletas para desplazarme. No las había. Los carpinteros de la filmación me hacían unas muletas de ramas gruesas pero rompía una a cada momento porque yo no podía con mi genio. Estuve sentado los primeros días pero luego comencé a marcar las escenas como podía. A causa de la deflagración de la pólvora se me hizo una infección en el empeine. Las primeras muletas de verdad las tuve aquí, en Buenos Aires al llegar al aeroparque. Juan Carlos Garat, de Sono Film, me las trajo. Del avión me llevaron a un sanatorio. El médico que me vio comenzó a sacarme de la herida tierra, hormigas, bichos, palitos. Ocurría que nosotros, a las balas de fogueo, antes de colocarles el capuchón les poníamos talco o tierra que recogíamos del suelo para que el disparo hiciera más humo.

─ Pero, ¿qué han hecho? ─dijo el médico.

También quería amputarme. Me negué. Tenía que seguir la película. Porque además, desde aquí me fui a la laguna Chijchij, pasando Chascomús donde tenía que filmar toda la secuencia de los camiones cargando agua para los combatientes.

Por suerte no me cortaron nada. Me las aguanté como pude, el proceso fue doloroso. Todos los días me traían un avión especial para curarme, muy temprano, a las 6 de la mañana. El avión se quedaba y luego me llevaba. Recuerdo que aterrizábamos en un campito que había cerca de la laguna y entonces retomaba la filmación.

Como es mi costumbre, en esa película hice un pequeño papel. Quiero aclarar que deliberadamente  yo no preparaba un papel para mí. Siempre que hago un personaje menor, lo hago forzado por las circunstancias. En esa oportunidad me faltó un actor que no llegó de Buenos Aires. Todavía estábamos en Santiago del Estero. El personaje era un comandante. Me vino al pelo, con mi pie herido y vendado, apoyado en mis rústicas muletas. Me dije: “Bien puede estar herido el comandante. Si estamos en guerra ¿por qué no puede estar herido?”.

La boda la hice en España después de Hijo de hombre. Más tarde rodé La madre María. Antes hice una película con Sandrini: Pájaro loco y esto fue lo último que filmé con él. Con Sandrini hice seis películas: Chingolo, La culpa la tuvo el otro, Mi esqueleto, A la buena de Dios, Payaso, y Pájaro loco.

La última película que filmé en Buenos Aires fue Solamente ella, con Susana Rinaldi y Luis Politti. Después me fui a Venezuela donde rodé Hombres de mar con actores venezolanos: cuatro historias de cuatro muchachos que ingresan a la Escuela Naval.

Tengo muchos proyectos pero estoy esperando que cambien las condiciones en que se desenvuelve el cine en mi país. Creo que necesitamos hacer un cine importante, un cine como el que hemos tenido, que, salvo algunas excepciones, se ha descuidado un poquito. Como el país evidentemente va hacia adelante, nuestro cine también tiene que ir hacia adelante. Yo espero que nos den un poco más de libertad en lo que a temática se refiere, que no estemos tan restringidos para poder hacer cosas importantes como creo que necesita y debe hacer el país. El país no puede alimentarse con un cine como el que estamos haciendo. Yo entiendo que las películas sexies o intrascendentes o cómicas son necesarias en toda industria. Pero también creo que no solo eso debe ser una industria cinematográfica. Creo que la temática ahora está muy limitada y esperemos que cambien las cosas, que el Ente Calificador se dé cuenta de que debemos hacer otro tipo de cine. Porque además los cineastas argentinos luchamos con algo tremendo: de afuera puede venir todo tipo de cine, cine que nosotros no podemos hacer porque el Ente dice que no. Por eso, espero que se pongan de acuerdo el Instituto Cinematográfico y el Ente Calificador, que unifiquen sus ideas para que podamos hacer el cine que merecemos tener. Yo creo que el país está capacitado. Es un país adulto. Tiene buenos libretistas, buenos actores, buenos directores, buenos técnicos (las condiciones técnicas han mejorado mucho en el país, no son las mismas que teníamos cuando yo comencé a hacer cine sino que el material se ha modernizado bastante). Sobre la calidad de nuestros técnicos lo demuestra a las claras este hecho: muchos técnicos están trabajando con gran éxito en el exterior, como Aranovich que es un valioso director de fotografía; como Lalo Schiffrin, excelente compositor; o actores como Alterio, que ahora está aquí pero que sigue vinculado con Europa.

Insisto. Tenemos un caudal de gente importante en todos los aspectos. Por eso estamos obligados a hacer un cine importante, un cine que traiga de nuevo a la gente al cine argentino. Hoy la gente prefiere ver las películas extranjeras porque abordan temas que el público quiere ver. Incluso mucha gente cruza el río y se va a Montevideo a ver películas que aquí no se pueden ver. Y no sé por qué no se pueden ver. Porque junto con la prohibición para menores de 18 (o que las declaren prohibidas para más edad, si quieren) ya basta. Pero que nos dejen ver porque ya somos adultos. Aclaro que a mí no me interesa la pornografía. Estoy hablando de temas profundos que necesitamos hacer. El cine es una parte importante de nuestra cultura.